PARÍS,
Jueves quince de febrero de 1855
Estimada señora Winter: [de soltera, María Beadnell]
Siento mucho, muchísimo, que no se decidiera a escribirme antes del nacimiento de su hijita. Espero no obstante que un día usted le enseñe cómo debe ella contarles a sus hijos, en tiempos venideros, que Charles Dickens amó a su madre con el más extraordinario fervor cuando sólo era un muchacho. Desde entonces, siempre he creído que nunca hubo un infeliz tan fiel y devoto como yo lo fui. Todo lo que en mí hay de extravagancia, romance, energía, pasión, aspiración y determinación para mí siempre ha ido unido a aquella mujeruca tan dura de corazón —usted— por la que, no es preciso que lo diga, yo hubiera muerto con total disposición. Estoy perfectamente seguro de que comencé a abrirme camino a través de la pobreza y la oscuridad teniendo siempre presente la imagen de usted.
El sonido de su nombre siempre me ha colmado de una especie de compasión y de respeto por la verdad, hasta el punto de que en mis estúpidos años mozos tuve que hacer depositaria de mi amor a una criatura que para mí representaba el mundo entero. Nunca he sido bueno desde entonces, nunca tan bueno como cuando usted me hizo tan terriblemente feliz. Yo la amaba entonces como ama un hombre, que habrá visto reflejada en mis libros la pasión que por usted sentía, y habrá pensado usted que no es cosa de broma haber amado así. Si de los días más inocentes, más ardientes y más desinteresados de mi vida usted fue el Sol, ya lo creo que lo fue... Si yo sé bien que el sueño que viví me hizo tanto bien, refinó mi corazón, me volvió paciente y perseverante... Si ese sueño fue sólo usted, que Dios sabe que lo fue... ¿cómo puedo ser depositario de su confianza, y devolverle ésta para sacar todo lo que llevo dentro?
Estimada señora Winter, le guardo un gran afecto.
Suyo,
CHARLES DICKENS.
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